Cogió la cámara, instinto adorablemente irremediable, pero no halló la estatua en el objetivo, ni en un resquicio; buscó, y halló la sonoridad de unas palabras que se volvían eco en las lentes, y retrató al poeta en Cambridge, y, sin dejar de disparar, empezó a recitar sobre el hombro de la estatua que no quería dejar de ser invisible e inmóvil, Francisco Brines se volvió su voz, "Percibo que la vida es más ajena / de lo que nunca pude sospechar." Se marchó, sin ver que una fotografía había caído sobre aquella silla. La estatua hundió su sonrisa de piedra en un baño de paro.
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