Siguiendo a mi compañero Lauriño, y con el afán de decir 'ya está bien, por qué van a hablar siempre ellos y no responder', quisiera hablar de la mayor hipocresía de nuestra época, de todas las épocas. Desde la iglesia católica, y no sólo me refiero a su "cúpula", sino a todos aquellos que siguen, que veneran, que apoyan, tal cosa, se nos impone a todos, también a los que no creemos, a los que nos queremos mantener alejados de semejante secta, a los que en un momento dado -y afortunadamente- dijimos que las cosas no son como nos las cuentan, que la inteligencia sirve para otros menesteres, se nos impone la forma en que hemos de vivir, de pensar, y también lo intentan por la fuerza, nos imponen qué hemos de ser, a quién hemos de querer, con quién nos hemos de casar, y para qué hemos de servir -ah sí, somos siervos de la hipocresía. Todo el mundo tiene derecho a expresar sus opiniones, pero de ninguna manera, en esta democracia y, aunque sea un sistema imperfecto -algo habrá que hacer por mejorarlo, y creo que evitar presiones, coacciones, es un buen inicio-, nadie tiene derecho a imponer su opinión por la fuerza. Están anclados en un pasado que, en realidad, ¿cuándo existió? ¿hace cientos de siglos? Qué provechoso invento para la hipocresía, anclarse en un lodazal al que se atrae el poder, el dinero, el prestigio social, todo ello asido y atado con una túnica de colores, con unos trozos de madera, con unas imágenes llorosas. Qué hipocresía tan grande.
Desde la iglesia católica, desde todos aquellos que la apoyan en su misión de imponerse a quienes no opinan igual, se predica que una mujer no es más que un útero al servicio de la comunidad, que no tiene derecho sobre ese hueco en su interior, ningún derecho, porque siempre su papel ha sido callar y curar las heridas como en un cuadro; desde la iglesia católica se nos dice que un hombre ha de querer a una mujer, y una mujer a un hombre, y que la homosexualidad es una enfermedad -en los colegios de esta secta así se predica a los chavales, y el estado no dice nada-. No, el estado que nos gobierna calla y asiente, y el término 'aconfesional' lo guarda en un cajón del que lo saca sólo en tiempo de elecciones para intentar convencer. Pero todos parecemos callar, ver las procesiones de fe por las calles de las ciudades, exaltadas, queriendo imponer su forma de pensar, amenazantes, a todos los que miramos asombrados. Pues, ya está bien. Con todo el respeto, y sin gritar alaridos sectarios, lacrimosos, ya está bien de imposiciones. Es hora ya de quitarnos ese ancla que nos mantiene en el pasado -muy en el pasado-, y de decir que nadie tiene derecho a imponer su forma de pensar.
Desde la iglesia católica, desde todos aquellos que la apoyan en su misión de imponerse a quienes no opinan igual, se predica que una mujer no es más que un útero al servicio de la comunidad, que no tiene derecho sobre ese hueco en su interior, ningún derecho, porque siempre su papel ha sido callar y curar las heridas como en un cuadro; desde la iglesia católica se nos dice que un hombre ha de querer a una mujer, y una mujer a un hombre, y que la homosexualidad es una enfermedad -en los colegios de esta secta así se predica a los chavales, y el estado no dice nada-. No, el estado que nos gobierna calla y asiente, y el término 'aconfesional' lo guarda en un cajón del que lo saca sólo en tiempo de elecciones para intentar convencer. Pero todos parecemos callar, ver las procesiones de fe por las calles de las ciudades, exaltadas, queriendo imponer su forma de pensar, amenazantes, a todos los que miramos asombrados. Pues, ya está bien. Con todo el respeto, y sin gritar alaridos sectarios, lacrimosos, ya está bien de imposiciones. Es hora ya de quitarnos ese ancla que nos mantiene en el pasado -muy en el pasado-, y de decir que nadie tiene derecho a imponer su forma de pensar.
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