Son sólo luces, que anuncian no sé qué importante para no sé quién. Ah, pero eso es otra historia. Toca hablar de diminutivos. Del lenguaje, porque debe reducirse sólo a eso, lenguaje, sufijos que guardan algún significado, como las luces, no, no como las luces, sufijos y prefijos condicionan a las personas. Y de éstas hablamos. Al menos de una. Sigue vislumbrando tan sólo luces, pero no van con ella. Avanza, o retrocede, que es lo mismo pero hacia otro lado, no otra luz, que no toca hablar de luces. Esta persona come, y no come, habla y sobre todo se calla, contempla las sombras, porque es más fácil avanzar por éstas que no deslumbran. Se cree invisible. Continúa, como una narración imposible, por la acumulación de adjetivos lagrimados y forzados a sonreír. Continúa pensándose invisible. Hasta que de todas luces aparece de nuevo digo bien, de nuevo, el maldito diminutivo, aquel al que una vez fue reducido su nombre para que se viera tal como es: un diminutivo de un ser invisible, pero su diminuta presencia es tan visible, para los hacedores de diminutivos. ¿Qué querrá est_ pobre? Avanza o retrocede, la persona, como diminutivo de la invisibilidad. Ni hombre, ni mujer, un diminutivo de persona, aunque pise creyendo que calza zapatos de uno u otro género. De nuevo esas malditas luces que anuncian no sé qué. Ah, han aparecido de nuevo los diminutivos, al menos uno, pegado a su nombre. Titulado su currículo: hablamos de diminutivos, de uno, pegado a la invisible sombra de sus zapatos de persona: -ina, -ita, -ito, -inín. Se ha dado cuenta, de nuevo, de que no es invisible, de que tan sólo es un diminutivo, de la sombra de alguien. Su nombre.
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