A veces, mientras nos encontrábamos instalados en la tranquilidad del silencio, nos exhortan a precipitar palabras pronunciadas al aire, que ni siquiera salen de nosotros, porque nuestro cerebro no reconoce el discurso, y quedamos a la intemperie de la conversación socializadora. Otras veces, cuando abrimos un resquicio del refugio, y adelantamos un reflejo de lo que bulle en la cabeza, los oídos ya han huido hacia otra socializadora -ruidosa- conversación. A veces, sólo aveces, o no, quisiéramos despojarnos de nuestras cuerdas vocales, o, tal vez, huir siempre hacia los oídos que escuchan el silencio.
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