Se sallan las cebollas que aún no sueñan con ser, se delimitan los calabacines que habrán de soñar, se mezclan el vino blanco y el dulce para huir de las creencias rancias, y crueles a menudo, se mira a la mar o a la montaña para dejar en casa el paraguas, se busca huir a otras tierras para llevar a cabo un barbecho vital. Se vive, se lucha -aunque la lucha, como lo demás, desapercibida-, se muere, simplemente se muere, siendo un vecino. Y, también -aunque, más que nada, pase desapercibido-, se lee, se cree en la verdadera cultura, sin llevarla de bandera, o tal vez sí, pero invisible, para uno, dentro, muy dentro, como muy dentro se escucha llover -porque la lluvia brota a veces dentro-, se atiende el viento, como quien espera escuchar palabras que no rompen el ritmo del silencio.
Se sallan los renglones, se delimitan las interrogaciones. También aquí, se aman las palabras. Pero reina el silencio sin bandera, sin históricos guiones, ni tampoco viejas glorias. Se calla, ¿para qué hablar, si se puede leer sin presumir de rimar las palabras?
En los pueblos. Pequeños. Reina el silencio más fecundo.
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