Mostraban su sonrisa como pliegues hechos por la condición raída del tiempo, desplegados cual tenazas sobre el espacio de otras telas. Exhibían sus cuellos, almidonados por la soberbia de sentirse auténticos cuellos de parafina, y sus nucas extendían una invisible pero pesada capa que hendía los alientos. Sentaban sus dobleces a reflexionar. Atónito, el aire anhelaba aprender del discurso. Chocaba con los lomos de sus manuales de estilo decorados por palabras inútiles, bien moldeadas, botones dorados de plástico. Y, entre capítulo y capítulo de coladas, se tendían sobre la mesa las anécdotas, y, entre letra y letra despuntada, aparecía un cajón lleno de trapos entregados al sastre mayor por aspirantes a cosedores de palabras, reducidos a hilarantes hilachos por los sabios tejedores de sonrisas, capas de desprecio, y anécdotas. la colada ni siquiera entonces estaba seca.
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