De qué sirve mirar a la hipocresía cara a cara, reconocerla, ponerse frente a ella y luchar, cara a cara. De qué sirve venerar las palabras, cuidarlas, mimarlas, guardarlas en un cajón y de pronto sacarlas, si tus palabras no son más que silencios para los demás y tus silencios no les dicen nada. Te miran y sólo ven gemidos del color de un pañuelo anudado al cuello, de seda una mordaza, sólo escuchan lágrimas de juguete de plástico sin valor -que le pregunten a alguien que no conoce juguetes qué valor tienen los brazos desencajados, las caras sin boca-, una pieza de ajedrez diestramente movida por la cortesía, o ¿es la hipocresía?, un oso de felpa sin boca, tan sólo se necesita una cuerda para mover a los osos destripados de felpa, la arena del interior ni tan siquiera pesa. De qué sirve escribir poesía ¿lo es?, o poner las palabras alineadas siguiendo una pauta de sueño por llegar, insomnios de comas repetidas, pausas apreciadas. De qué sirve respirar los ritmos que marcan frases, oraciones, interrogaciones y tal vez una admiración callada, si ni siquiera persona te llaman.
Sirve sólo si pienso en quienes me dejan estar sola cuando estoy con ellos y nunca dejan que esté sola aunque estén lejos, en quienes leen en los silencios y con los suyos me dicen que sirve por ellos, y sólo por ellos. Ay si pudiera evitar que ellos conozcan la hipocresía, el desprecio, la indiferencia. Merece la pena luchar aunque sólo sea por eso. Cómo necesito sus silencios. No puedo estar sin ellos. Y hoy no están para decir que sirve de algo.
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