Y respiramos con tan sólo contemplar esa mar calma, o enfurecida, cuando brama, y, sin estar cerca, podemos olerla, oírla, verla. La mar, la de la gente que la respira, ni siquiera la de la poesía, y, sin embargo, también la de ésta, calma o enfurecida. La que siempre se lleva en la mochila, con anzuelos o sin ellos, con lápices o no, con palabras o tan sólo con el sonido de las olas que rompen en las rocas, en la playa. Tranquilidad de la paz o la tormenta.
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