Raros
Cinco de la mañana, y el sueño ya es cosa de ayer. A pesar de que el trabajo hecho parece pasar invisible por entre los pupitres que ni siquiera son pupitres sino mesas de oficina, vuelvo a ello, me gusta, pero eso no implica menos esfuerzo ¿a quién le importa? No son los ojos los únicos abiertos por aquí. Iko ha tardado medio segundo en seguirme. Cuida la cafetera de cerca. Mientras el ordenador despierta también a su vida de máquina, las carpetas a un lado, el estuche, que no es el de estudiante de primaria, ni de aquel BUP, tampoco de facultad, es otro más, heredero de aquéllos. Dejo la taza a un lado tras un segundo café, y aquí está él. Se sienta detrás del ordenador, es el primer paso de su rutina. Unos pasos más. Acomodado en mis rodillas. Lo cubro con una manta, como si su capa protectora contra el frío no fuera suficiente. Ilusos humanos. Ahí está, acurrucado, ronroneando a las caricias. No le importan las rarezas de las rodillas, no le importan las apariencias, ni los estereotipos ¿qué son esas cosas? Le importan las caricias, conoce mis manos, no son raras. Apreciaría si supiera qué son las horas de estudio, las horas de trabajo, el que detrás de la timidez hosca se esconda un humano que puede hacer o dejar de hacer lo que dictan las reglas no escritas de la rutina social, que pueda ser o no ser un animal social, pero que lo único que quiere ser, como él también, es un raro que decide meterse en una caja a dar clase o llenar la mesa de trabajo, pero lo decide él. No la normalidad de los demás.