Luciérnaga de libros
Acabo de leer un genial artículo de Juan José Millás, la importancia de la lectura, dejar que las palabras se filtren en nuestro cerebro y después dejar que salgan, memorizarlas. Nuestro pobre cerebro, que resiste en su trinchera asediada. Y he mirado alrededor, y me he visto rodeada de libros, unos leídos y otros por leer. Y he pensado en todos los no leídos, los que debería haber leído ‒en una auto-imposición‒, y los que quiero leer, en los que leo más lentamente que de costumbre, porque no quiero que me dejen. Y he pensado en esa punzada que siento cuando alguien no aprecia todo lo que encierran, un anzuelo de tristeza que se clava muy dentro. “No nos tiene que gustar a todos lo mismo”, y lo entiendo, por supuesto que sí, entiendo que alguien no quiera leer, aunque me apene que se pierda ese gusto por saber. Lo entiendo, sí. Y pienso en esa trinchera del cerebro, cuando el cuerpo está sin batería en el móvil, en una cola interminable en un banco o en el supermercado, en una sala de espera en un consultorio médico, en un tren que atraviesa interminables túneles donde se pierde la cobertura, en el autobús, cuando no quieres hablar con nadie y, sin embargo, quieres estar rodeada de vida, de diálogos, o de largas descripciones de un mundo mucho más atractivo, y desde esa trinchera se emite la orden de sacar un libro del bolso, de una estantería tal vez, y aferrarse a él, y, entonces, sólo está ese filtrador de palabras y las páginas, y el cuerpo, tú, ya no eres tú, sino personajes que se acercan y se alejan, animales que protagonizan historias muy inteligentes, tanto como ellos esconden ser, e, incluso, eres una costa de altos acantilados descritos al detalle. Y sí, también es un riesgo, que tampoco resulta atractivo a muchas personas, el riesgo de hundirse en esas palabras escritas, o, más bien, esconderse ‒la trinchera no nos abandona, o somos nosotros quienes no queremos salir, indefensos nos vemos‒, de la batalla cotidiana que ha de filtrar el cerebro, las facturas por pagar, la competitividad de tener, de ser, importante patrimonio, importantes ciudadanos. Y vuelvo a mirar alrededor. A un lado un texto que disfruto revisando, al otro un pequeño libro de historias cortas que acabo de recibir. Y cerebro y cuerpo vuelven a la trinchera de papel que los protege, al menos por el tiempo en que las palabras siguen su peregrinaje hacia ese tamiz allá arriba, por encima de las gafas.